El síndrome del escafandrista














© Mission Archéologique Française (Libia)
“Me ocurrió encontrar un solidus de oro rarísimo, pero la emoción que me embargó en ese momento no debía nada al valor monetario del objeto”, escribió Jean-Marie Blas de Roblès .

En las antípodas de la caza del tesoro, un cazador de sueños nos relata la emoción que lo invade cuando “trae fragmentos de belleza desnuda de las profundidades del olvido”. De 1986 a 2001, el escritor francés Jean-Marie Blas de Roblès participó en excavaciones submarinas en la costa libia, explorando esa “parte invisible de nosotros mismos” que debemos proteger con gran cuidado y respeto.

Todo comenzó en 1985. Apenas regresó de su primera participación en las excavaciones terrestres de la Misión Arqueológica Francesa en Libia, Claude Sintes, [Director del Museo de Antigüedades de Arles] se apresuró –uno de los privilegios conferidos por la amistad-, en compartir conmigo su experiencia: volvía de Apolonia, había visto Cirene, Sabratha, Leptis Magna, vestigios griegos y romanos que sobrepasaban en magnitud todo cuanto conocíamos o hubiéramos podido imaginar. Insistía en que yo no tenía siquiera idea de ese paraíso; ciudades enteras sepultadas bajo la arena, a orillas del mar, en paisajes espléndidos.

Pero había todavía mucho más; nadie o casi nadie había pensado en explorar los fondos marinos de esa costa y todo permanecía tal como había quedado desde el siglo VII a. de C. ¿Podía imaginar siquiera los fabulosos hallazgos que tal cosa podía representar? Por supuesto restos de barcos antiguos –la costa de las Syrtes es, desde siempre, una de las más inhóspitas del mundo- pero también arquitecturas sumergidas, estatuaria, materiales sumamente diversos…Pues bien, ¡había obtenido la autorización necesaria como para organizar una campaña arqueológica submarina el verano entrante!

Sintes se ocuparía del aspecto técnico de la expedición; quedaba por resolver el problema de contratar el personal. Al no permitir el régimen libio el pequeño comercio la cuestión del avituallamiento no sería nada fácil. En cuanto a las condiciones propias de la excavación y el alojamiento el tema se presentaba incluso peor; el término “espartano” era un delicado eufemismo para caracterizar la situación. Por lo tanto además de técnicos de la mayor confianza, se necesitaba gente de terreno que no vacilara en ningún momento en arriesgarse al máximo. Por mi parte, tenía conocimientos suficientes de arqueología y una experiencia marina real. También tenía costumbre de vivir en un medio aislado. Si a todo esto, además de excavar, no me disgustaba cocinar, ¡sería el primer contratado!…

Así empezó la aventura. Acepté lleno de alegría. Por acompañarlo a Libia hasta hubiera hecho la limpieza, sin imaginar que mi participación empezaría, como para el resto de los miembros del equipo, por ese tipo de tareas.

En agosto de 1986, tras tres días de viaje, estábamos listos para emprender el trabajo. La primer jornada la dedicamos a hacer habitable nuestro hogar, una casa en ruinas de la época de la colonización italiana infestada de escorpiones y grandes cucarachas marrones. Al día siguiente, un primer reconocimiento del sitio con gafas y tubo confirmó las observaciones del arqueólogo estadounidense Nicholas Flemming, quien, tras primeras tareas de registro había señalado en 1957 que las estructuras sumergidas del puerto de Apolonia eran bien visibles y justificaban sin lugar a dudas las excavaciones que íbamos a comenzar.

Desde un punto de vista más egoísta descubrí de inmediato un universo que creía reservado a la literatura. De golpe me vi transportado a un mundo donde Julio Verne competía con H. G. Wells ; Veinte mil leguas de viaje submarino y La máquina del tiempo confundidos en un mismo goce: ¡la sensación aguda, la certeza de contemplar una Atlántida abandonada!

Me enamoré de Grecia por mi afición a los presocráticos y de la Antigüedad por ese bautismo en las tibias aguas de Apolonia. Diestro en la pesca con arpón desde mi primera juventud, los fondos submarinos –praderas de laminarias, cavernas rocosas erizadas de gorgonas, frías ondulaciones de arena- eran mero pretexto para el acecho y el acercamiento a presas que mi imaginación ya había pescado. Estos paisajes casi banalizados por la costumbre, adquirieron en esta oportunidad dimensiones fantasmagóricas: aquí una alineación de bloques ciclópeos ensamblados a cola de golondrina, allí una torre cuadrada, más lejos rampas para trirremes esculpidas en la roca y en dos metros de agua un vivero descrito por Vitruvio [arquitecto romano del siglo I a. de C.], acondicionado para pulpos y morenas…

Alrededor, entre cada piedra, cada estructura más o menos discernible bajo su manto de algas, existían visibles, alcanzables con un simple movimiento de brazo, decenas, centenas de objetos que habrían merecido hallarse en los museos o por lo menos en las cajas de archivo de los arqueólogos, cuerpos o bases de ánforas de épocas diferentes, asas selladas en Rodas del siglo VI a. de C., cuencos romanos, jarrones decorados más o menos íntegros…

Un mundo yacía allí, petrificado como luego de un cataclismo, ofrecido a la mirada de quienes se atrevieran a interesarse en él. De Apolonia, el puerto griego de la antigua Cirene cantado por Píndaro o Calímaco no quedaba sino una franja de tierra roja sembrada de columnas bizantinas, un teatro instalado en el flanco de una colina y varias construcciones posteriores. Sin embargo, a pocos metros de la costa, una Pompeya sumergida esperaba sus visitantes. Una increíble bendición para el científico, un verdadero regalo de los dioses para el soñador que todavía soy.

Aventura y desventuras

La arqueología submarina, lo sabemos, no difiere en nada de la arqueología terrestre; ambas emplean técnicas similares, aun cuando las excavaciones subacuáticas son algo más complicadas de realizar y necesitan un material y competencias específicas. En nuestro caso, las condiciones de trabajo fueron particularmente complejas. A falta de barco, debimos transportar las botellas y los equipos a pie, hasta la playa. Para aprovechar nuestra presencia decidimos realizar dos inmersiones diarias. Tres horas por la mañana seguidas de la recarga de las botellas de oxígeno en la orilla y luego tres horas bajo el agua en la tarde. Después, había que llevar de nuevo el equipo a la reserva, proceder a su limpieza y mantenimiento, inventariar nuestros hallazgos…y recién entonces, empezar a cocinar.

Contando el equipo de tierra, tenía todas las noches a una docena de personas que alimentar. La misión contaba con una despensa bien provista en queso fundido, jugo de naranja en polvo, especias y galletas… Como era imposible procurarse ningún alimento en las tiendas del Estado, comprábamos a nuestros amigos libios azúcar, fideos y arroz, productos que yo necesitaba para cocinar los platos rápidos que aprendí de mi madre. Pese a que el pescado solía mejorar nuestro menú –especialmente meros que pescábamos en apnea los viernes- todavía me pregunto cómo pudimos escapar a un motín. Por si fuera poco, sólo podíamos utilizar agua de cisterna y era necesaria buena dosis de inconsciencia para quitar las larvas de mosquito de los vasos antes de beber.

Después de la cena, diario de las excavaciones, té a la menta en la terraza, estando atento a los escorpiones que muy subían hacia la luz.

En quince años de misiones la lista de nuestras desventuras bastaría para desalentar a todo pretendiente a arqueólogo: serpientes entre las sábanas, escorpiones en el calzado, pesca con granada no lejos del sitio donde estábamos buceando, disparos de advertencia con ametralladora pesada a nuestra Zodiac si por caso aproximábamos a una zona prohibida, desaliento por las condiciones marinas, etc. Y, por sorprendente que pueda parecer, ninguna de estas condiciones logró menguar mínimamente la dicha de participar en esta empresa.

Dionisos, el nacido dos veces

Desde la campaña de 1986, nuestros resultados fueron tan alentadores que el equipo submarino obtuvo el privilegio de estudiar el puerto de Leptis Magna. Al año siguiente, una prospección conduciría al reconocimiento de un muelle sumergido que modificó sensiblemente la importancia de esta ciudad de la época severiana [fin del siglo II y comienzos del siglo III]. El estudio cuidadoso del puerto de Apolonia permitió no sólo entender su evolución desde sus orígenes griegos hasta su abandono en el siglo VII, sino también determinar el coeficiente de hundimiento de las tierras responsables de su parcial inmersión. Tales trabajos condujeron al descubrimiento de un pecio helenístico y de incontables cerámicas, monedas y esculturas.

Entre las motivaciones iniciales de mi compromiso –el espíritu de aventura, la amistad, los textos de Albert Camus [francés, premio Nobel de literatura, 1957] sobre Tipaza o Djemila [dos sitios argelinos del Patrimonio Mundial de la UNESCO]– jamás existió la de “caza del tesoro”. Me ocurrió encontrar un solidus de oro rarísimo, pero la emoción que me cortó la respiración en ese momento no debía nada al valor monetario del objeto. Provenía en cambio de los destellos de ese pequeño sol girando en el azul como un espejo, al indecible gozo de haber traído de las profundidades del olvido un fragmento de belleza desnuda. Un proceso muy cercano, finalmente del que se da en la escritura y del que Le Syndrome du scaphandrier, (El síndrome del escafandrista), del novelista francés Serge Brussolo, brinda a mis ojos una de las metáforas más justas; un cazador de sueños se sumerge día tras día en las tinieblas nocturnas; de ese universo paralelo, suben toda suerte de ectoplasmas, de extrañas ficciones que se incrustan en lo real y llegan a existir.

Quince años más tarde, otro descubrimiento ilustra todavía mejor las razones de mi perseverancia. Durante las excavaciones submarinas de los viveros romanos de Apolonia, tuvimos la suerte con Claude Sintes de exhumar una estatua de Dionisos. Una vez subida a tierra, su estudio reveló que completaba una estatuilla hallada en 1957, aquella que Nicholas Flemming sostenía como si fuera un recién nacido salvado de las aguas, en una foto que lo mostraba al volver de una de sus inmersiones. A casi cincuenta años de intervalo, acabábamos de reconstituir un “Dionisos ebrio” que había atravesado el tiempo poniendo al descubierto no sin cierta ironía su apodo del dios “nacido dos veces”.

Más que ninguna otra disciplina, la arqueología renueva vínculos, y reconcilia a seres que el paso de los siglos ha separado. El patrimonio subacuático es más directamente accesible, con frecuencia mejor preservado y más homogéneo que su correspondiente terrestre. Además está inexplorado. Si se piensa en los mil quinientos kilómetros todavía misteriosos de la costa libia es muy fácil convencerse de que esa parte invisible de nosotros mismos debe protegerse con tanto cuidado y respeto como la parte emergida.

Jean-Marie Blas de Roblès, escritor, filósofo, arqueólogo francés, nacido en 1954 en Sidi-Bel-Abbès, Argelia, es autor entre otros libros de Libye grecque, romaine et byzantine (Edisud, 2005). Galardonado con el premio Médicis 2008 por su última novela Là où les tigres sont chez eux (Zulma, 2008).

Fuente: UNESCO

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